Lo que nunca falla es ser uno mismoIt is not that the person works more, but do it better.

¡Bienvenido a mi página web!

El sitio que estás visitando cumple un viejo sueño de reunir ideas, opiniones y contenidos que he ido desarrollando y publicando a lo largo mi carrera profesional, dedicada a la gestión y el desarrollo de personas en las organizaciones.

Me encantaría que encontraras en estas páginas algunos elementos para la reflexión o el análisis que te resultaran útiles o inspiradores, en aspectos como el liderazgo, el desarrollo del talento, la cultura corporativa o las relaciones humanas dentro de las organizaciones.

En el apartado “artículos” se recopilan la mayor parte de los que he publicado en distintos medios de comunicación que, como verás, están dedicados especialmente a la dimensión humana en la empresa, que es la que termina inclinando la balanza y creando la diferencia.

Muchas gracias por tu visita y un cordial saludo.

Plácido Fajardo

 

HIGHLIGHTS
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Atentamente,
Plácido Fajardo

Tres criterios para cambiar de trabajo

Las vacaciones son época propicia para remover conciencias y motivaciones, repensar a dónde nos lleva lo que hacemos y plantearse posibles cambios. Este año, a la incertidumbre y los temores de unas perspectivas económicas sombrías se le suma el lío del trabajo remoto, un factor cada vez más importante para decidir en qué y dónde trabajar, sobre todo después de haberlo probado durante un par de años. Los americanos lo están experimentando en su mercado, con salidas masivas de profesionales para cambiar de aires, eso sí, con pleno empleo, que es mucho más fácil.

Aquí no ha llegado aún esa gran renuncia, pero está influyendo en quienes tienen opciones para decidir un cambio. Y es que, tras disfrutar las ventajas y flexibilidad del teletrabajo, hay quien no está dispuesto a perderlas fácilmente, por lo que se ha convertido en un nuevo elemento de fidelización de los profesionales, algo que tiene su importancia en plena batalla por el talento, como estamos viviendo en determinadas posiciones y sectores.

Algunos profesionales, incluso de nivel directivo, citan el hecho de poder trabajar en remoto parte de su tiempo como un criterio a la hora de plantearse un cambio de empresa. Escuchando estas posturas, muy respetables, se me ocurría compartir algunos otros criterios que me parecen más recomendables a la hora de tomar estas decisiones. Aunque no es fácil hacer una lista demasiado corta, he tratado de reducirla a tres criterios que considero fundamentales.

Generar impacto. Debería ser una de las primeras aspiraciones de cualquier profesional: incidir positivamente en la organización de forma visible, conseguir resultados y dejar la huella correspondiente. Es más valioso un profesional cuanto más impacto produzca. Por ejemplo, es recomendable acercarse al negocio todo lo posible, clientes, mercados, productos y servicios.... Con carácter general y dada su contribución a los ingresos, las áreas de negocio consiguen mayor impacto y lo hacen de forma más directa que las funciones de servicio y soporte. Aunque es cierto que las áreas de Tecnología o de Talento, por ejemplo, tradicionalmente consideradas como de backoffice, han pasado a tener un enorme impacto en la estrategia de muchas organizaciones, en plena transformación digital, que tiene mucho de transformación de las personas.

Otra forma de generar impacto es la participación en las decisiones importantes. Por ejemplo, la capacidad de tomar decisiones estratégicas es más limitada en la filial de una multinacional extranjera que en la sede central de una gran empresa de nuestro país. Por todo ello, antes de decidir cambiar, será conveniente valorar cuánto impacto se tendrá oportunidad de generar en la nueva posición frente a la actual, atendiendo al tipo de rol que se desempeñará, al ámbito de responsabilidad o a la naturaleza de los retos.

Acelerar el aprendizaje. Es otro aspecto clave para tener en cuenta, no solo para los primeros años de carrera, sino durante toda la vida profesional. Si siempre ha sido importante la capacidad para aprender, ahora es crítico hacerlo aceleradamente, dada la velocidad y la profundidad de los cambios, en un entorno frágil, imprevisible y que escapa a menudo a toda lógica. El cambio ideal implicaría la posibilidad de ensanchar los conocimientos y enriquecer las experiencias, de diversificarlas. El simple hecho de cambiar de empresa, de país, de sector, de área o de función siempre va a traer consigo una mayor oportunidad de aprendizaje.

Y, por supuesto, la figura del jefe es un elemento básico en ello. La observación es la principal fuente de aprendizaje, por eso es tan importante el jefe como modelo a seguir. Normalmente, llegan más lejos en su carrera quienes han tenido mejores jefes de los que aprender y a los que imitar. Por eso es importante obtener toda la información y referencias posibles antes de dar el paso y cambiar de jefe.      

Acertar con el encaje cultural. Las costumbres y los hábitos, los comportamientos deseables y las reglas no escritas sobre “cómo se hacen aquí las cosas” configuran la llamada cultura corporativa. Su importancia es enorme, pues termina condicionando el rendimiento de cualquier organización y de sus profesionales (“la cultura se come a la estrategia cada día para desayunar”, frase célebre de Peter Drucker). De hecho, una de las primeras causas de encaje o desencaje es la mayor o menor afinidad que la persona tenga con la cultura corporativa. A ella se alude cuando no se sabe muy bien qué decir para explicar lo que ha fallado, por ejemplo. Simplemente se alega que alguien “no ha encajado con la cultura” para darle pasaporte, como un socorrido cajón de sastre que justifica cualquier cosa.

Como decíamos en un artículo anterior, hacer la “due dilligence” cultural debería ser algo obligatorio para los profesionales antes de decidir un cambio de empresa. Cómo funciona la comunicación, la confianza y el ambiente dentro de la casa, cómo se relacionan las personas, qué autonomía tienen para tomar decisiones, cómo de importante es la jerarquía, cuánto se fomenta la innovación o se apuesta por el desarrollo del talento, cuánta tolerancia hay al error o cómo se premian los logros.

No es fácil obtener respuestas a estas preguntas, pero hay que tratar de conseguir toda la información posible para tener pistas acerca del previsible encaje cultural. Hay sitios en los que antes de meterse hay que pensarlo dos veces y parece mentira que estupendos profesionales lo pasen por alto, o simplemente se empeñen en pensar que con ellos será diferente, como alguien me reconocía tras haber salido, poco tiempo después, de dónde nunca debió haber entrado.

Son muchos los factores que intervienen a la hora de decidir cambiar de trabajo y de empresa. Por supuesto están las necesidades más básicas, como las condiciones contractuales, materiales o la ubicación. También están las ganas de salir de donde se está que, cuando son muy fuertes, hacen que cualquier alternativa se vea con buenos ojos. Todos estos son factores tácticos, higiénicos y de corto plazo que, si no se trata de perentoria necesidad, deberían de influir solo lo justo en la decisión.

Lo importante son los factores estratégicos, como los tres criterios mencionados, a los que habría que añadir la visión de largo plazo, es decir, cuánto me acerca el próximo paso que voy a dar al siguiente. O, dicho de otro modo, cuántas capacidades me podría aportar mi próximo trabajo de las que necesitaría para el siguiente. Obviamente, esto solo es válido para quienes tienen más o menos claro su propósito, su objetivo profesional aspiracional, algo muy saludable para tener dibujado en la mente, al menos de forma intuitiva, aunque luego vengan las circunstancias y lo trastoquen.

Es cierto que la vida es lo que pasa mientras hacemos planes -Lennon dixit-, pero no por ello hay que dejarse caer en brazos del providencialismo. Si no sabes a dónde te diriges, nunca sabrás cuando has llegado, dice otra frase lapidaria. Feliz nuevo curso y que los cambios les sean propicios.      

Nuestro mejor líder

Reconozco que el titular de esta columna es bastante arriesgado. En este complejo y controvertido asunto del liderazgo, con tantas aristas, calificar a un líder como “el mejor” siempre resultará más que discutible. Dependerá de los criterios que utilice quien lo afirme, de sus valores y creencias. Hay casos muy notorios en los que la coincidencia es generalizada. Nadie discute el liderazgo de nuestro Rafa Nadal, ejemplo de valores encomiables, como el esfuerzo, la superación, la nobleza, el respeto, la humanidad, etc. Es fácil coincidir en un caso tan paradigmático, admirado en los cinco continentes y utilizado como modelo de referencia hasta por las Escuelas de Negocio.

Pero hoy me gustaría traer a colación -con el debido respeto-, a otro ejemplo de líder doméstico muy citado entre los periodistas, pero poco referido entre los expertos en materia de liderazgo. A nuestro Rey, Felipe VI, se le presuponen capacidades de liderazgo implícitas para ejercer su alta misión, por el simple hecho de serlo. Si alguna posición tiene asociada la condición de líder en nuestra jerarquía social es la Jefatura del Estado, “símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales", como dice el artículo 56 de nuestra Constitución.

Pero una cosa son los formalismos legales, el protocolo y el respeto institucional, y otra es la ejecutoria concreta de la persona que ejerce tan elevado cargo, así como la percepción o valoración que generan sus actos. Aceptando a pies juntillas lo primero, quisiera abordar lo segundo, o sea, las capacidades de liderazgo que considero presentes en nuestro Monarca. Y lo haré como observador de la realidad, sin más información que la de sus actuaciones públicas y el haberle estrechado la mano en alguna ocasión.

Representatividad institucional. El primer líder de cualquier organización es su primer representante ante el mundo exterior. Cuando miran hacia arriba quienes la componen quieren ver a alguien en quien se sientan representados, que transmita valores, les genere orgullo de pertenencia y les suscite admiración. Esta es una de las primeras fortalezas de nuestro Rey. Sin entrar en preferencias políticas monárquicas o republicanas, la figura de Felipe VI, en sus todavía escasos años de reinado, ha proyectado una excelente imagen de España. La reciente cumbre de la OTAN en Madrid ha sido un ejemplo rotundo de ello. Su intervención en la cena de gala del Palacio Real, tanto en la recepción de los casi cuarenta Jefes de Estado y Gobierno, como en el excelente discurso que pronunció -merece la pena ver el video completo del evento-, elevó el tono del histórico acontecimiento a un altísimo nivel, como atestiguaron los más importantes líderes mundiales.

Visión estratégica. Es otra de las capacidades más importantes de la alta dirección. Entender el entorno, ver más allá de lo evidente, definir el futuro deseable y el camino para alcanzarlo, son algunas características que adornan a esta capacidad. Las decisiones de Felipe VI en cuanto al papel presente de la Monarquía y la Casa Real -dentro de nuestra Constitución-, y su preparación para el futuro son destacables. Algunas han sido tan duras y difíciles de adoptar como necesarias para asegurar ese futuro, que ha sabido ver anticipándose a los acontecimientos.

Cercanía. El líder cercano, afable y humano conecta mucho mejor. Los tiempos de poner distancia o barreras para diferenciar el sitio que corresponde a cada uno, han quedado muy atrás. Queremos líderes que sean, ante todo, personas y, por tanto, vulnerables, imperfectos, emocionales, como lo somos todos. Que tengan un lenguaje próximo y comprensible, que hablen claro, con los que podamos entendernos y entenderles. También en las distancias cortas destaca nuestro Rey, más allá del protocolo.

Determinación. Afrontar los conflictos, tomar decisiones duras con valentía y decisión son una parte sustancial del liderazgo. Hay que ser flexibles sin perder la firmeza, como los juncos del río, nos decían en un curso de liderazgo que hice hace años. Son múltiples los ejemplos que atribuyen esta capacidad al primero de los españoles. Son bien conocidas sus actuaciones en momentos críticos para defender la Constitución y las leyes, para condenar las acciones contrarias a los valores o para tomar decisiones, con pulso firme, aunque afectaran a personas muy queridas.

Impulso al cambio. En la era de los mayores y más acelerados cambios de la humanidad, el rol del líder como impulsor de la transformación es crítico. No se trata de adaptarse a los cambios del entorno, sino de promoverlos e impulsarlos con energía. Sin duda es otro de los atributos a incluir en el haber de Felipe VI, algo que queda patente al comprobar los cambios relevantes en las formas de hacer de la Casa Real. Eso sí, dentro del ámbito de sus competencias constitucionales, que limitan su papel político al ejercicio de la influencia.

Casi ningún español vivo ha conocido otras etapas monárquicas de nuestra historia que la que nos trajo la transición a la democracia y la Constitución del 78. Seguramente nos influyen los 500 años de historia de nuestro país -mal que les pese a algunos- a la hora de sentir afinidad por la tradición monárquica. A la impagable contribución de Juan Carlos I -seguida de errores reconocidos-, le ha sucedido un rey que está superando todas nuestras expectativas.

Sin entrar a considerar la mayor o menor afinidad ideológica que pueda tenerse con la institución, las capacidades de liderazgo de nuestro monarca me parecen excelentes y merecen ser reconocidas y valoradas. Y, además, brillan con luz propia y destacan con mucho en el escenario de nuestra vida pública.

La edad como desventaja profesional

Alguien me contó una curiosa teoría sobre la percepción que tenemos las personas acerca del paso del tiempo, en función de nuestra edad. A medida que cumplimos años -yo acabo de hacerlo- nos parece que el tiempo va pasando más rápido. La causa, me decían, es que cada día va siendo una porción cada vez más pequeña respecto al total de lo vivido, o sea, es una cuestión proporcional. Tiene su lógica.

El paso del tiempo ha sido objeto de teorías científicas y filosóficas de lo más variopintas a lo largo de la historia. Decía Freud que en el inconsciente no pasa el tiempo, somos nosotros los que pasamos en él, según la fecha de nacimiento que nos asigna el Registro Civil. Lo cuenta el filósofo francés Pascal Bruckner en su excelente ensayo “Un instante eterno. Filosofía de la longevidad”, que debería ser libro de cabecera para mayores de cincuenta.

En realidad, el paso del tiempo es una sensación personal e interior que está íntimamente relacionada con aquello a lo que nos dedicamos, más que con nuestra edad. Quienes disfrutan con una actividad profesional que les produce plenitud ven cómo el tiempo vuela mientras se sienten útiles, capaces y motivados con lo que hacen. Por eso les aterra pensar en esa espada de Damocles que es la edad, responsable a menudo de cortar prematuramente el idilio y la vinculación con una ocupación que proporciona sentido a sus vidas.

La edad como desventaja competitiva profesional es un prejuicio bastante extendido. La acumulación de conocimientos y experiencia es un tesoro que el mercado valora y retribuye -no recuerdo quién decía aquello de “me encantaría tener veinte años menos, pero sabiendo lo que sé ahora”-. Pero llega un momento en que determinada edad comienza a cotizar a la baja, muchas veces antes de lo que sería razonable, por distintos motivos.

Hay quien lo atribuye a la necesidad de sustituir lo aprendido por cosas nuevas y diferentes, al convertirse ese bagaje que tanto ha costado adquirir en una rémora. Los expertos insisten en que hay que sacar del cerebro los conocimientos y los “tics” cómodamente asentados, para dejar espacio a lo nuevo. El desaprendizaje consciente -que no es lo mismo que el olvido- consiste en eliminar el saber obsoleto, como condición sine qua non para introducir lo nuevo, que hay que estar dispuesto a aprender poniendo los medios y esfuerzos para ello. Y hay quien parte de la base de que desaprender y aprender son procesos que se dificultan con los años, incluso teniendo intactas las capacidades cognitivas.

Luego está el asunto del empuje y la energía, que se cuestiona de forma tan injusta como generalizada a partir de determinada edad, antes siquiera de comprobarlo. Mi experiencia al respecto dice que la principal fuente de energía de las personas es la motivación, que depende de unos cuantos factores que influyen en ella, y que son independientes de la edad.

Pero, además, el trabajo puede tener múltiples fórmulas, más allá del empleo convencional por cuenta ajena. Mis amigos de la Fundación Mashumano, a cuyo patronato pertenezco, usan un término muy gráfico para lo que quiero decir: “trabajabilidad”. Se trata de ayudar a las personas que lo tienen más difícil, en muchos casos por su edad, a adquirir nuevos conocimientos -como los digitales-, a ser conscientes de que existen otras formas de trabajar, de prestar algún servicio, ser útiles y productivos y recibir algo a cambio. Y eso no pasa solamente por ser empleado en el concepto tradicional.    

A medida que cumplimos años la mayor felicidad consiste en sentir intactas las propias capacidades, y para ello hay que seguir poniéndolas en práctica, como dice Bruckner, “cultivar tus pasiones, no abandonar nunca ningún placer ni ninguna curiosidad, lanzarse a retos imposibles, continuar hasta el último día amando, trabajando, viajando, permanecer abierto al mundo y a los demás”.

La experiencia y la sabiduría que deben traer consigo los años son una de las grandes ventajas de cumplirlos. El mayor conocimiento de uno mismo, la prudencia y la ponderación, el “nada en exceso” que decían los griegos en Delfos, el hecho de aceptarse, de sentirse a gusto con lo que somos y hemos conseguido hasta el momento…hay tantos motivos por los que celebrar el transcurso de nuestro peregrinar en esta vida.

La madurez tiene un valor y la juventud otro diferente, ambos necesarios en cualquier sociedad u organización humana, y es absurdo ponerlos a competir porque son complementarios. La madurez hay que llevarla con naturalidad, con la belleza de lo auténtico y no de lo impostado. La batalla encarnizada contra el paso del tiempo es un esfuerzo vano, como esas fórmulas anti-edad que intentan vender la ilusión de ser quien no somos.

Sobre este asunto escuché una frase que me encanta y a la que me he referido en un artículo anterior: “envejecemos cuando el peso de nuestros recuerdos es mayor que el de nuestros proyectos”. Y eso no depende de la edad biológica, sino de la actitud de cada cual ante la vida. ¡Feliz cumpleaños!